25 de abril de 2010

De madrugada


Suelo acostarme todas las noches con el teléfono móvil encendido sobre la mesita de noche, pues mis padres al residir fuera de la ciudad, tienen sus achaques de salud y, Dios no quiera, pero por si acaso tenga que salir corriendo hacia donde ellos se encuentren.

Hace dos semanas, estando dormida, me llamaron al teléfono sobre las tres de la mañana. Me dio un salto el corazón, porque lo primero que pienso es en mis padres, miro la pantalla y pone “Desconocido”, y pensaba que se trataría de una broma. Al descolgar, me cuelga quien hubiere sido. Desde entonces, no paraba de dar vueltas en la cama, y no tuve más remedio que levantarme porque no conciliaba el sueño.

Y anoche volvió a repetirse, pero esta vez era en el timbre de abajo. No paraba de llamar en reiteradas ocasiones, mire el reloj y era las seis menos cuarto. Pensaba que como es feria, seguramente se trataría de alguien ebrio. Me levanté de mal humor de la cama y respondí al telefonillo:
-¿Quién es?
-¿Está Carlos?- respondió una voz masculina.
-No. Aquí no vive nadie que se llame así.
-¿Pero es el piso tal?
-Sí, pero vuelvo a repetirle que aquí no hay nadie que se llame Carlos.
-¿Puede abrirme?
-No. Porque no son horas y porque me acaba de despertar.
No respondió y colgué el telefonillo. Tampoco noté en su voz los efectos del alcohol.
Regresé a la cama y no podía dormir. Me levanté nuevamente para ir a la cocina, y prepararme una infusión tranquilizante que compré no hace mucho en la farmacia. Volví a la cama, la gente cantaban sevillanas por la calle, comenzaba a amanecer... hasta que me levanté por tercera vez.

Estoy por aquí haciendo cosas, pues siempre tengo algo que hacer y esperaré a esta noche, a ver si me duermo enseguida.

17 de abril de 2010

La reina de la nada


A veces la naturaleza no es tan sabia como se cree. Al menos la sabiduría natural pasó de largo en la isla Fémina. Y así fue como a comienzos del siglo pasado la isla Fémina se rebeló contra su nombre y algo empezó a cambiar. Lo vimos primero en las huevas de los lumpos. Toda la isla se dedicaba a pescar. Las huevas se salaban y se envasaban y, una vez al mes, el buque del capitán Caronte se las llevaba hasta el mercado central de Frigoland. Pero lo cierto es que cada vez había menos huevas, porque las capturas se limitaban a los lumpos macho, de carne correosa y, por supuesto, de huevas inexistentes. Parecía como si las lumpas hembra se hubieran sumergido en aguas más profundas que el alcance de las redes.

Llegaban los pescadores ateridos de frío y pedían un vaso de leche con aguardiente para entrar en calor, pero pronto se dieron cuenta de que había mucho más aguardiente que leche. “Esas no son las proporciones adecuadas”, le decían al cantinero. Y el pobre hombre había de admitir que para él era más fácil asar cada día un buen pedazo de toro que servir un buen vaso de leche recién ordeñada. “Las vacas se mueren”, decía. “Y ya no nacen terneras, sino sólo los terneros. A este paso el ganado morirá de viejo”. Y lo mismo sucedía con los perros de los trineos, con los renos trashumantes o con los zorros que caían en manos de los tramperos. Sin lugar a dudas algo estaba pasando en la isla Fémina, que las proporciones no eran las adecuadas. Las bodas eran cada vez más poco frecuentes. Los hombres que querían fundar una familia solían acudir al continente y de ahí, previa entrega de suculentas dotes, lograban traerse a alguna bella mujer. Pero de aquellos lances conyugales solo nacían niños varones. Lo que antaño habría sido una fiesta ahora se vivía como una maldición.

Y cuando la isla Fémina amenazaba con despoblarse y algunos vecinos ya habían cerrado sus casas y esperaban en el embarcadero a que llegara el buque del capitán Caronte para empezar una nueva vida lejos de la isla maldita, entonces fue cuando nací yo. Y el nacimiento de una niña fue entendido por la comunidad como el posible fin de las desgracias que amenazaban con dejar la isla convertida en una estéril exaltación de la masculinidad más yerma.
Nací, pues. Y la isla se vistió de verbena. Las madres encintas me abrazaban contra sus vientres para que conjugaran la maldición de sus posibles hijos varones. Llegaron gentes de las islas cercanas para verme en mi cuna entre el orgullo de mi padre y la preocupación celosa de mi madre. Pero si mi nacimiento había de comportar un cambio demográfico en la isla, nada de eso pasó. Las pocas mujeres de isla Fémina continuaron pariendo niños sanos y fuertes. Ni una niña. Mis padres empezaron a recibir precoces peticiones de mano que vincularan a los recién nacidos de por vida. Con el fin de protegerme de enfermedades y de accidentes, se me privó de la posibilidad de ir a la escuela y de jugar por la calle con los que hubieran podido ser mis compañeros pero que ahora eran sólo candidatos a marido. Todos mis deseos se cumplían. Todas las joyas y los vestidos más caros me cubrían. Jamás recibí ningún “no” que no fuera el de la libertad. Se esperaba de mí la dulzura de la niña y apareció el despotismo de la matriarca. Nada me hacía feliz y nada de lo que yo hiciera haría feliz a los demás.

Es fácil imaginar lo que sucedió. Absolutamente privada de ser niña y de ser mujer, me planté en la vida más o menos adulta por pura acumulación de años. Llegó a la isla Fémina un guapo y rico pretendiente dispuesto a engendrar en mí lo más excepcional de la especie. Así fue, de mala gana, como apostamos ambos por la perpetuación de la especie. Pero nada de eso triunfó. La naturaleza volvió a fracasar de nuevo. Ya a los 45 años los médicos me dijeron que se me había pasado el arroz y que no había manera de concebir descendencia con mi mal carácter y mi excepcional organismo. El que había sido mi guapo esposo desapareció en los límites del mar. Y yo me quedé en la isla Fémina, como reina estéril, para administrar un mundo de machos solitarios.


Texto: Joan Barril

Fotografía: Corbis

14 de abril de 2010

Aquellos veranos...

Me gusta cada cierto tiempo, realizar un repaso a los álbumes de fotos que tengo guardados, y el otro día lo hice. Rescaté las siguientes fotos que veréis a continuación, en las que me hayo sola, con mi padre o hermano.











Qué recuerdos me vienen a la cabeza… Debería tener diez años y pertenece a uno de aquellos veranos que pasaba en casa de mis abuelos maternos. Permanecía allí desde que nos daban, en el colegio, las vacaciones de junio, hasta el nuevo comienzo del curso escolar, en septiembre. Imaginaros que, para mis abuelos, estar rodeados de sus nietos, era motivo de alegría. Había momentos del verano en que estaba sola con mis abuelos, o venían mis hermanos y primos.
En el patio, había una pequeña alberca y un tacho de cinc –para mojarnos, y después tomar el sol-, que mi abuela utilizaba antes de adquirir la lavadora, para lavar la ropa a mano.
Era un pueblo en el que, algunos vecinos –cuando el sol se ponía- salían a las puertas de sus casas con sillas hasta la hora de cenar. Mi abuelo decía que no quería oler a viejo (jamás supe ese olor), y me encargaba que, antes de llevarle al zaguán, le untara colonia. Era un hombre muy coqueto y elegante. Al no valerse por sí mismo, los que le cuidábamos, teníamos que estar pendientes de que no le faltase nada. Una vez que mi abuelo estaba allí, traía mi silla y la de mi abuela, para hacerle compañía.
Algunas personas que pasaban por la puerta, y veían a mis abuelos, estaban un rato hablando con ellos y cuando no, estábamos con los vecinos de las casas circundantes. Había un vecino, muy cariñoso, apodado Manolito Charlas (debido a una parálisis cerebral, tan sólo decía “Eco”), realizaba su paseo acera arriba, acera abajo, con su bastón, Carmen la de enfrente (porque vivía en la casa de frente), que cuidaba a su madre, llamada también como ella, entre otros.
Las calles tenían pendientes, algunas más elevadas y otras menos. Debido a esto, mis abuelos, a los vecinos que estaban situados a la izquierda los denominaban “casa arriba”, y a los de la derecha “casa abajo”. Un verano, inclusive aprobando el curso, decidí que mis padres me apuntaran a clases particulares de matemáticas, para tener un pequeño adelanto de los temas que tendría en el siguiente curso. Tenía que desplazarme, en la misma calle, varias casas más abajo, pues la casa de mis abuelos estaba en la parte más alta de la cuesta. Las clases eran impartidas por un profesor de instituto y tenía que llevar bien las matemáticas, pues todos los viernes realizaba un examen.
Camas nunca faltaban en aquella casa. Había seis más, pues mis abuelos, casi siempre estaban acompañados y, en cualquier momento, cada una estaría ocupada. Mis abuelos dormían en la parte inferior de la casa en habitaciones contiguas (aunque siempre tenía que dormir alguien en una cama en la habitación de mi abuelo, debido a su estado de salud), y cuando venían mis primos, que residían en el mismo pueblo, a dormir alguna noche, las charlas y risas se alargaban hasta altas horas de la madrugada. Mi abuela, en alguna que otra ocasión, iba al comienzo de la escalera para decirnos que durmiéramos.

Esto es sólo una pequeña parte; me hago mayor, mis abuelos fallecieron, la vecindad ha cambiado… y desde entonces finalizaron aquellas inolvidables épocas estivales. La casa ha variado bastante, veo a mis primos con menos asiduidad –es lógico que hayan rehecho sus vidas-, y siempre recordamos estos y otros momentos.



Fotografías: tejedora