21 de julio de 2009

Manejados por la nariz


La primera vez que tuve conciencia del extraño fenómeno que hoy quiero comentarles fue hace un año en Nueva York, en una tienda para niños pijos llamada Abercrombie & Fitch. A mí me divierte mucho observar los manejos subliminales de los que somos objeto en este mundo consumista y en lo primero que me fijé fue en lo estudiado que está todo en esta tienda. Estudiado para vender más, se entiende. Para empezar, todos los dependientes son extraordinariamente guapos, tanto que parecen modelos y, por supuesto, lucen con gran estilo esas prendas deportivas y a la vez bastante caras que hacen furor entre los jóvenes (y no tan jóvenes). Lo segundo en que reparé es en que la tienda está casi en penumbra, tal vez porque así el local parece más enrollado o, quién sabe, porque a oscuras todos los gatos son pardos. Pero lo que más llama la atención de Abercrombie es lo maravillosamente bien que huele la tienda. Yo no sabría describir exactamente qué es ese perfume tan delicioso, pero sí puedo describir lo que no es. No es ni demasiado dulce ni demasiado seco, ni demasiado masculino ni demasiado femenino, por eso no cansa, no molesta, no abruma. El resultado de tan sutil estímulo es que le pone a uno de muy buen humor y, ya se sabe, cuando uno está de buen humor y contento, consume más. Desde hace unos meses he notado que aquí, en Madrid, varias tiendas huelen exactamente igual que ese negocio que acabo de mencionar. Y, como yo debo de ser descendiente directa del perro de Pavlov, en cuanto entro en un local así perfumado, de inmediato me pongo a salivar –o mejor dicho a comprar todo lo que se me ponga por delante–. El otro día comenté este fenómeno con un amigo publicista y él me explicó que existen empresas que se dedican exclusivamente a “perfumar negocios”. Sí, como lo oyen. Hay firmas que se ocupan de instalar un sistema de ambientación general acorde con el local y la mercancía que en él se venda. De este modo, tienen en su catálogo de olores no sólo ese delicioso perfume que a mí me incita a comprar como loca, sino otros muchos. Así, por ejemplo, para restaurantes disponen de un sofisticado sistema que expande el perfume por el aire acondicionado y que hace que el local huela a lo que más incite a comer. Por lo visto, lo que resulta más eficaz en estos casos es un olor a horno de leña que recuerda (a los que ya vamos peinando canas) a las cocinas tradicionales o de campo. Las tiendas de ropa para niños, por su parte, pueden perfumarse para que huelan a algo que nos retrotraiga a la infancia, la colonia Nenuco, por ejemplo, o el siempre evocador olor a goma de borrar. En tiempos de crisis estos listísimos señores se han dado cuenta de que lo mejor es recurrir a mensajes subliminales, y nada tan subliminal como el sentido del olfato. No sé ustedes, pero yo me pierdo por un olor, puesto que soy extremadamente sensible a todo lo que me llega por la nariz. No voy a recurrir a la obviedad de afirmar que me echa para atrás un olor desagradable (a quién no). Lo que digo es que un olor me predispone mucho a favor o en contra. De esto me di cuenta de la manera más imprevista hace años, cuando creí que me había enamorado de un tipo horrible. Yo no comprendía por qué me atraía tanto aquel fulano petulante, egocéntrico, tremendo, y pensaba que se debía a eso de que «el corazón tiene razones que la razón no entiende» hasta que me di cuenta de lo que pasaba. Y lo que pasaba era que aquel tipo ‘olía’ igual que un profesor de matemáticas del que yo estaba perdidamente enamorada a los doce años. Desde entonces, presto mucha atención a los aromas, los perfumes, los olores. Y es que, soy muy consciente de lo fácil que resulta que alguien me maneje, como quien dice, por la nariz. Por eso les recomiendo que cuando vayan a una tienda, un restaurante o un local cualquiera, preparen la pituitaria. Y es que en este mundo tramposo en el que vivimos, no sólo puede ser mentira lo que vemos y oímos, sino también lo que olemos y, por tanto, lo que sentimos. Inventos modernos que recurren al más irracional e intuitivo de nuestros sentidos, imbatible combinación, sin duda.

Texto: Carmen Posadas

11 de julio de 2009

La elegancia del erizo


En el número 7 de la calle Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Dos de sus habitantes esconden un secreto. Reneé, la portera, lleva mucho tiempo fingiendo ser una mujer común. Paloma tiene doce años y oculta una inteligencia extraordinaria. Ambas llevan una vida solitaria, mientras se esfuerzan por sobrevivir y vencer la desesperanza. La llegada de un hombre misterioso al edificio, propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas.
Juntas, Reneé y Paloma descubrirán la belleza de las pequeñas cosas. Invocarán a la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es un pequeño tesoro que nos revela cómo alcanzar la felicidad gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Reneé y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.


Novela protagonizada por dos singulares personajes: Reneé Michel, portera del inmueble, donde cada familia aparenta grandezas de las que carecen, disimulando también sus miserias. Ella responde a lo que los demás piensan que es: tosca, vulgar, poco agraciada, … aunque es una persona cultivada: escucha música clásica y su novela preferida es Anna Karennina, tanto es así que su gato se llama León por el autor de la obra.
Reneé es una gran observadora y contempla y mide la hipocresía de los vecinos que viven en el edificio.
Paloma Josse es una niña que se encuentra asqueada con su vida. Tanto es así, que quisiera poder hablar con alguien de sus inquietudes. Está decidida a suicidarse y quemar el piso de su familia para escarmentarles. Su padre es político y su madre se gasta una fortuna en la consulta del psicoanalista para olvidar sus frustraciones; su hermana mayor piensa únicamente en la moda y en encontrar un buen marido, mientras filosofa sobre la literatura en la época medieval.
Paloma es superdotada y tiene una rica vida interior en la que analiza y describe con certera y minuciosa acidez el orgullo y la mezquindad de sus mayotes.

Aparece un tercer personaje: Kakuro Ozú, un viudo japonés que llega al vecindario. El Sr. Ozú no se fija en lo superficial, sino que descubre la grandeza que esconde la portera y acaba haciendo de nexo de unión entre ésta y Paloma. Kakuro, poco a poco ayuda a la Sra. Michel a descubrir ese amor y esa apertura al exterior que de hecho lleva buscando toda la vida. Más adelante, Reneé y Paloma cruzan sus caminos y avanzan juntas hacia la superación de sus problemas.

Hay muchas escenas que destacan por la genialidad y diversión. Por ejemplo, la preparación llevada a cabo por Reneé, junto a su inseparable amiga portuguesa Manuela, asistenta en uno de los pisos, de su cena en casa del Sr. Ozú; acudiendo a la peluquería por primera vez en muchos años y consiguiendo un vestido adecuado por medio del préstamo conseguido en la tintorería por Manuela, que se presenta con el traje de una señora que falleció antes de ir a recogerlo.

Extraigo de una de las páginas lo que Paloma opina sobre la Sra. Michel:
“La señora Michel tiene la elegancia del erizo: por fuera está abierta de púas, una verdadera fortaleza, pero intuyo que, por dentro, tiene el mismo refinamiento sencillo de los erizos, que son animalillos falsamente indolentes, tremendamente solitarios y terriblemente elegantes”.

El libro está lleno de filosofía, las miserias del orgullo humano, la hipocresía social, la búsqueda de la verdad y la belleza, la ayuda al prójimo, … Son temas que trata la autora de manera discreta y a través de los diálogos.

3 de julio de 2009

Las esquinas de las rosas


En realidad, mi padre no tuvo nunca trabajo. Tuvo, eso sí, muchos trabajos. A veces llegaba a casa y se sacaba unas monedas del bolsillo. Aquello era trabajo. Otras veces regresaba por la mañana y estaba de mal humor porque en la plaza nadie había ido a buscar manos. Aquello era el paro. Y el paro ya no avergonzaba a nadie, porque en nuestro barrio, lo del trabajo era un lujo. Pronto las monedas perdieron todo su valor, porque los billetes tenían cada vez más y más ceros. Y madre decía que con aquellas cantidades que figuraban en los billetes de banco hacía años que hubiéramos podido comprar el palacio de los Menahem, cuyas cúpulas se vislumbraban detrás del bosque de abedules al otro lado del arroyo.

Mi madre me dijo un día que la situación era grave, que papá hacía lo que podía pero que tenía que hacer lo posible para traer alguno de esos billetes con tantos ceros a casa. Que no hiciera nada ilegal, pero que trabajara en algo. Y que algún día las cosas mejorarían, porque le habían hablado de un nuevo partido que estaba dispuesto a dar trabajo a todo el mundo y que, si ganaba las elecciones, todos volverían a comer. Pero, mientras tanto, teníamos que resistir. “Olvídate de la escuela, Fritz. Ahora necesitamos tus billetes de muchos ceros”. Y no fue difícil encontrar una manera de vender sin tener que comprar.
La verja de la mansión de los Menahem estaba rota en una esquina. Tan sólo había que cortar las zarzas y te colabas en su jardín. Y ahí, en aquel jardín, crecían flores de todos los colores y en casi todas las estaciones. Por ahí me metía cada día, cortaba las flores con cuidado, para que nadie se diera cuenta de la rapiña. Luego montaba unos cuantos ramos y me plantaba frente a la puerta principal de los Menahem. En cuanto salía la señora Mnahem y su marido Simon o sus hijas siempre tan bien vestidas, la señora Menahem me llamaba y me compraba los ramos de las flores de su propio jardín. “Qué bonitos son. Los voy a llevar ahora mismo a la sinagoga”, porque los Menahem eran judíos y propietarios de unos grandes almacenes. Eran muy amables y, con ese ritual diario, conseguí llevar a casa más dinero que papá.

Y es que papá se dedicaba ahora mucho más a la política que a trabajar. Los domingos salía de casa con una camisa parda y me llevaba con otros camaradas a cantar y a escuchar a gentes que hablaban del orgullo alemán y de la resurrección del pueblo. Y mi padre estaba contento y si mi padre estaba contento, yo también. Y continué entrando en el jardín de los Menahem y vendiendo flores a los señores hasta que un día, los Menahem ya no salieron de casa y tuve que buscar otros compradores de rosas, porque papá me dijo que los judíos iban a ser expulsados.

Fue así como, de la noche a la mañana, papá nos llevó a una casa nueva y se acabaron las preocupaciones porque su partido había ganado. Y yo dejé lo de las flores y volví a la escuela y me pusieron un uniforme muy bonito. Y al cabo de unos años, me convertí en soldado. Y nuestro ejército empezó a recuperar todos los territorios de antes. Y un día, con unos camaradas, me ordenaron que fuese a una detención. Y me llevaron a la antigua casa de los Menahem. Mis camaradas prendieron fuego a la casa y a los abedules. Vi entonces a la señora Menahem entrando con una gran elegancia al coche celular. Me reconoció: “Cuídame las rosas, Fritz. Siempre has tenido manos de jardinero, no de carnicero”.


Texto: Joan Barril
Fotografía: HANNOVER, 1930. Un niño vende flores durante los años de la República de Weimar