A veces la naturaleza no es tan sabia como se cree. Al menos la sabiduría natural pasó de largo en la isla Fémina. Y así fue como a comienzos del siglo pasado la isla Fémina se rebeló contra su nombre y algo empezó a cambiar. Lo vimos primero en las huevas de los lumpos. Toda la isla se dedicaba a pescar. Las huevas se salaban y se envasaban y, una vez al mes, el buque del capitán Caronte se las llevaba hasta el mercado central de Frigoland. Pero lo cierto es que cada vez había menos huevas, porque las capturas se limitaban a los lumpos macho, de carne correosa y, por supuesto, de huevas inexistentes. Parecía como si las lumpas hembra se hubieran sumergido en aguas más profundas que el alcance de las redes.
Llegaban los pescadores ateridos de frío y pedían un vaso de leche con aguardiente para entrar en calor, pero pronto se dieron cuenta de que había mucho más aguardiente que leche. “Esas no son las proporciones adecuadas”, le decían al cantinero. Y el pobre hombre había de admitir que para él era más fácil asar cada día un buen pedazo de toro que servir un buen vaso de leche recién ordeñada. “Las vacas se mueren”, decía. “Y ya no nacen terneras, sino sólo los terneros. A este paso el ganado morirá de viejo”. Y lo mismo sucedía con los perros de los trineos, con los renos trashumantes o con los zorros que caían en manos de los tramperos. Sin lugar a dudas algo estaba pasando en la isla Fémina, que las proporciones no eran las adecuadas. Las bodas eran cada vez más poco frecuentes. Los hombres que querían fundar una familia solían acudir al continente y de ahí, previa entrega de suculentas dotes, lograban traerse a alguna bella mujer. Pero de aquellos lances conyugales solo nacían niños varones. Lo que antaño habría sido una fiesta ahora se vivía como una maldición.
Y cuando la isla Fémina amenazaba con despoblarse y algunos vecinos ya habían cerrado sus casas y esperaban en el embarcadero a que llegara el buque del capitán Caronte para empezar una nueva vida lejos de la isla maldita, entonces fue cuando nací yo. Y el nacimiento de una niña fue entendido por la comunidad como el posible fin de las desgracias que amenazaban con dejar la isla convertida en una estéril exaltación de la masculinidad más yerma.
Nací, pues. Y la isla se vistió de verbena. Las madres encintas me abrazaban contra sus vientres para que conjugaran la maldición de sus posibles hijos varones. Llegaron gentes de las islas cercanas para verme en mi cuna entre el orgullo de mi padre y la preocupación celosa de mi madre. Pero si mi nacimiento había de comportar un cambio demográfico en la isla, nada de eso pasó. Las pocas mujeres de isla Fémina continuaron pariendo niños sanos y fuertes. Ni una niña. Mis padres empezaron a recibir precoces peticiones de mano que vincularan a los recién nacidos de por vida. Con el fin de protegerme de enfermedades y de accidentes, se me privó de la posibilidad de ir a la escuela y de jugar por la calle con los que hubieran podido ser mis compañeros pero que ahora eran sólo candidatos a marido. Todos mis deseos se cumplían. Todas las joyas y los vestidos más caros me cubrían. Jamás recibí ningún “no” que no fuera el de la libertad. Se esperaba de mí la dulzura de la niña y apareció el despotismo de la matriarca. Nada me hacía feliz y nada de lo que yo hiciera haría feliz a los demás.
Es fácil imaginar lo que sucedió. Absolutamente privada de ser niña y de ser mujer, me planté en la vida más o menos adulta por pura acumulación de años. Llegó a la isla Fémina un guapo y rico pretendiente dispuesto a engendrar en mí lo más excepcional de la especie. Así fue, de mala gana, como apostamos ambos por la perpetuación de la especie. Pero nada de eso triunfó. La naturaleza volvió a fracasar de nuevo. Ya a los 45 años los médicos me dijeron que se me había pasado el arroz y que no había manera de concebir descendencia con mi mal carácter y mi excepcional organismo. El que había sido mi guapo esposo desapareció en los límites del mar. Y yo me quedé en la isla Fémina, como reina estéril, para administrar un mundo de machos solitarios.
Llegaban los pescadores ateridos de frío y pedían un vaso de leche con aguardiente para entrar en calor, pero pronto se dieron cuenta de que había mucho más aguardiente que leche. “Esas no son las proporciones adecuadas”, le decían al cantinero. Y el pobre hombre había de admitir que para él era más fácil asar cada día un buen pedazo de toro que servir un buen vaso de leche recién ordeñada. “Las vacas se mueren”, decía. “Y ya no nacen terneras, sino sólo los terneros. A este paso el ganado morirá de viejo”. Y lo mismo sucedía con los perros de los trineos, con los renos trashumantes o con los zorros que caían en manos de los tramperos. Sin lugar a dudas algo estaba pasando en la isla Fémina, que las proporciones no eran las adecuadas. Las bodas eran cada vez más poco frecuentes. Los hombres que querían fundar una familia solían acudir al continente y de ahí, previa entrega de suculentas dotes, lograban traerse a alguna bella mujer. Pero de aquellos lances conyugales solo nacían niños varones. Lo que antaño habría sido una fiesta ahora se vivía como una maldición.
Y cuando la isla Fémina amenazaba con despoblarse y algunos vecinos ya habían cerrado sus casas y esperaban en el embarcadero a que llegara el buque del capitán Caronte para empezar una nueva vida lejos de la isla maldita, entonces fue cuando nací yo. Y el nacimiento de una niña fue entendido por la comunidad como el posible fin de las desgracias que amenazaban con dejar la isla convertida en una estéril exaltación de la masculinidad más yerma.
Nací, pues. Y la isla se vistió de verbena. Las madres encintas me abrazaban contra sus vientres para que conjugaran la maldición de sus posibles hijos varones. Llegaron gentes de las islas cercanas para verme en mi cuna entre el orgullo de mi padre y la preocupación celosa de mi madre. Pero si mi nacimiento había de comportar un cambio demográfico en la isla, nada de eso pasó. Las pocas mujeres de isla Fémina continuaron pariendo niños sanos y fuertes. Ni una niña. Mis padres empezaron a recibir precoces peticiones de mano que vincularan a los recién nacidos de por vida. Con el fin de protegerme de enfermedades y de accidentes, se me privó de la posibilidad de ir a la escuela y de jugar por la calle con los que hubieran podido ser mis compañeros pero que ahora eran sólo candidatos a marido. Todos mis deseos se cumplían. Todas las joyas y los vestidos más caros me cubrían. Jamás recibí ningún “no” que no fuera el de la libertad. Se esperaba de mí la dulzura de la niña y apareció el despotismo de la matriarca. Nada me hacía feliz y nada de lo que yo hiciera haría feliz a los demás.
Es fácil imaginar lo que sucedió. Absolutamente privada de ser niña y de ser mujer, me planté en la vida más o menos adulta por pura acumulación de años. Llegó a la isla Fémina un guapo y rico pretendiente dispuesto a engendrar en mí lo más excepcional de la especie. Así fue, de mala gana, como apostamos ambos por la perpetuación de la especie. Pero nada de eso triunfó. La naturaleza volvió a fracasar de nuevo. Ya a los 45 años los médicos me dijeron que se me había pasado el arroz y que no había manera de concebir descendencia con mi mal carácter y mi excepcional organismo. El que había sido mi guapo esposo desapareció en los límites del mar. Y yo me quedé en la isla Fémina, como reina estéril, para administrar un mundo de machos solitarios.
Texto: Joan Barril
Fotografía: Corbis
9 comentarios:
Jo, qué triste, no?
Y es que a la criatura no la dejaron ser...
Un texto genial, eh?
Besos, Tejedora!!
Espero y deseo que no tenga nada que ver con la naturaleza . Aunque a la naturaleza normalmente la ayuda la mano del hombre: cuando hay demasiados hombres empiezan a pelearse y se aniquilan unos a otros ( las mujeres, aunque seamos muchas, solo nos ponemos verdes unas a otras...)
Pues tendría a esta mujer como ha una reina en la isla, pero que mala suerte al no poder tener descendente, una historia triste.
Un beso y buen domingo
Pega fuerte... demasiada tristeza...
Saludos y un abrazo enorme.
Pasaba por aquí para saludarte y desearte una buena Feria.
Besitos.
Lourdes: Me alegra que te guste como a mí.
Muy protegida la tenían y una vez que estaba libre fíjate lo que pasó.
Muchos besos, mi diablilla.
María Jesús: Sí. Y fíjate que cuando estamos entre mujeres, esa es la primera impresión.
Un abrazo.
Esteban: Es cierto. Una lástima que no tuviera descendencia.
Un abrazo.
La sonrisa de Hiperión: Es una pena que termine así la historia.
Un abrazo.
Piluka: Muchas gracias. Lo mismo deseo para ti. Que lo pases muy bien.
Besos.
Triste, pero no por ello menos bello. Un abrazo
Gracias por publicar este cuento de Joan Barril. La verdad es que la mayor parte de lo que escribe está muy relacionado con la realidad y así, de manera irónica nos identificamos en una u otra parte.
Cuánto daño se ha hecho a la mujer y lo rápido que se la echa en falta.
Besos
Me gustó el texto. Abrazos
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