2 de mayo de 2012

¿Qué es el lujo?




 Del latín “Luxus” que significa luz, profusión, esplendor y suntuosidad. Cuando Francisco José me pidió un artículo sobre el lujo, me alegré por dos razones: la primera es que creo firmemente en esta revista y la segunda es la satisfacción de poder establecer contacto con vosotros queridos seguidores. Pues sí, porque tenemos algo en común y ese algo es el amor por la belleza, lo selecto, reservado, exquisito y único. El amor al lujo.

¿Pero qué es el lujo? Los primeros rastros que tenemos del lujo aparecen en el Egipto Antiguo, en el 3150 antes de Jesucristo, cuando Egipto se unificó… El lujo nace de las tradiciones y de las formas de vivir de los Altos Rangos de cada una de las grandes culturas de nuestra historia. Se expresa en todos los ámbitos donde el placer importa. Es elitista y excepcional, representa una etiqueta de calidad. Como práctica cotidiana es sensible, revelador de belleza y portador de exclusividad. Por extensión es todo elemento y práctica que permite llegar a un cierto nivel de vida que no sea común.

En el siglo XVIII el lujo es el centro de debates filosóficos, religiosos, económicos y morales. Algunos como Voltaire consideran el lujo como un verdadero motor económico, “Lo superfluo, cosa muy necesaria”, y otros como Diderot ven el lujo como un obstáculo a la virtud, “El lujo arruina al rico y acrecienta la miseria de los pobres”. El lujo tiene que ver con sueños y deseos, no con necesidad.

¿Y en el día de hoy? ¿Qué relación hay entre el lujo y nosotros que  vivimos en una época de incertidumbre y de crisis? Pues sencillamente la respuesta es obvia: la misma relación que hemos tenido siempre. El lujo no entiende de crisis. Lo que era lujo antes es lujo ahora. Teniendo en cuenta que nuestro lujo propio es personal, se vive egoístamente consigo mismo. De un nivel adquisitivo u otro pero siempre exquisito, aunque el valor de la imagen ocupa cada vez más espacio y tiempo en los medios de comunicación. La globalización ha recortado nuestro planeta en fases diferenciales entre comarcas, regiones, países… La evolución del sentido del lujo está diferenciada. Cada cual quiere tener lo mejor, por la simple razón que el poseer lo mejor supone estar en los niveles más altos de la sociedad.

¿Pero por qué? ¿Sólo la manera de ser y de vivir está cada vez más influenciada por la publicidad? No, creo que no.

El lujo es un mundo singular, destinado a una clientela específica y responde a códigos que le son propios.

Con una imagen toda la información de calidad debe de pasar al consumidor que se identifica con un producto. Una imagen vale más que mil palabras. Un reciente estudio indica que los consumidores no siempre captan el mensaje tal y como se pretende transmitir. Esto nos da pistas sobre el hecho de que todos tenemos niveles diferentes de la definición del lujo. Un asiático y un occidental poco tenemos en común.

La mirada es el agente ejecutante del significado. La representación de su realidad. Mirar no es absorber pasivamente, se trata de digerir una información y adaptarla a nuestros valores propios que están determinados por la cultura del momento. Además, hoy en día los medios de comunicación son rápidos, viven la urgencia. Internet impone que la imagen sea captada de manera instantánea con una intensidad fenomenal. Al contrario el lujo es calidad y meticulosidad, necesita tiempo. Tiempo de elaboración, tiempo de comprensión y aún más tiempo de apreciación.

Aquí me permito proponeros una diferencia ente el “luxe de niche” y el “luxe de ruche”. Regularmente los grandes del lujo llegan al campo de las finanzas después del campo creativo. El objeto-lujo de “ruche” es mercantil, dictador de estatus social y susceptible de plagio en el mercado paralelo. Por supuesto en este caso con una calidad mediocre y detestable. Baja progresivamente a la calle cosechando una clientela fiel. Este lujo se nutre del consumo excepcional de la gente ordinaria. El objeto-lujo de “niche” por su cuenta es más cercano de la obra de arte por su búsqueda de la perfección y originalidad. No es repetible, cuenta una historia única, tiene una tradición artesanal. Nace, crece y se establece para ser reconocible sin ningún logotipo y únicamente por los conocedores. Es la “crème de la crème”.

Casas como Hermès o Louis Vuitton tienen una larga tradición de colaboración con artistas, arquitectos y estilistas en la producción de series especiales en ediciones limitadas. Estos productos se venden discretamente o en círculos de iniciados, nunca se anuncian en los medios publicitarios. Se establece en estas colaboraciones un cruce de arte y moda. Forman parte del patrimonio de estas Casas y están hechos para perpetuar un legado de la marca de generación a generación. Grandes firmas que reivindican un patrimonio que habla el lenguaje universal de la elegancia.

Estamos en una época de creatividad individualista, actualmente el lujo consiste en crear series de edición limitada y servicios personalizados. Pero la idea que nos une a todos en la concepción del lujo es el tiempo. Todos entendemos que es un dato importante en la creación y que sólo un puñado de individuos pasan las horas necesarias para esta creación del objeto-lujo. Es el esfuerzo y tiempo que estos individuos están dispuestos a dedicar, lo que da el valor al objeto. Aunque el precio será siempre algo discutible, es valorado gracias a cinco factores: la calidad de los materiales, la finura de la ejecución, la rareza, las altas características y la estética del objeto. Por eso mismo un objeto muy caro no debe estar necesariamente recubierto de piedras preciosas. ¡Es sencillamente único y raro! ¡Deseado por muchos y poseído por pocos! Un amor a primera vista pero enriquecido con el conocimiento del consumidor. 


Esperanza Arcos
Socióloga especializada en lujo e imagen de marca 
Publicado en la revista "Pasarela de Asfalto" 

15 de marzo de 2012

Trabajos...

Renoir.- Mujer cosiendo



No entiendo por qué hay personas que, siendo propietarios de sus empresas, se aprovechan de sus empleados llegando inclusive a explotarlos, laboralmente me refiero. Y por desgracia ahí siguen.





He estado contenta en varios trabajos que me han surgido a lo largo de mi vida, excepto en dos. Les relato el último:


Se trataba de un puesto de trabajo de costurera, lo cual no estaba bien pagado, pero me venía bien el sueldo para algunos gastos futuros. La entrevista con la dueña del taller estuvo muy bien, acepté las condiciones, y en tres días comenzaba a coser junto a una costurera más, de avanzada edad y por qué no, más experiencia que yo, que trabajaba para ella desde hace poco. Los problemas comenzaron el primer día de trabajo porque lo que se me dijo en la entrevista era bien diferente a la realidad. Los encargos de trajes (de flamenca), habían aumentado y en poco más de un mes debían ser entregados. Había bastante presión por parte de la dueña hacia mí porque me gusta ser curiosa en los trabajos que realizo y esmerarme por tanto en ellos. De esto me tenía que olvidar, pues quería un trabajo realizado con fullería, y como no va conmigo debía de hacerlo. Por otro lado, el material de trabajo no estaba cuidado, como por ejemplo tijeras sin afilar –con lo cual me las traía de casa-, y máquinas de coser y remalladoras que pedían a gritos una reparación. Si a mí me daba fallos la máquina de coser que se me asignó, tenía que hacer uso de la máquina de coser de la compañera, y si a esta le estaba haciendo falta en ese momento, no soy nadie para decirle “Quítate tú que me pongo yo”. Parece que la dueña no era consciente de que si ese material fallaba, el trabajo no está listo para cuando ella prevé, y eso, es un problema ajeno a mí.
Aparte de todo esto me trataba sin educación y con desprecio –sorprendentemente con la otra costurera le tenía trato de favor-, cuando desde el principio fui correcta y educada con ella.
Ocurrió algo con la llave del piso donde trabajaba, pues me dijo que tenía que entrar una hora antes que ella y me haría una copia. Me hizo venir a la misma hora que ella finalmente, y hasta un día dudó que viniese antes y me entregó las llaves, pero se arrepintió e hizo que se las devolviese.
El último día de trabajo –porque esa misma noche me llamó al teléfono para echarme- me asignó una serie de tareas, y se las hice. Aún me quedaba una hora para terminar y llegó corriendo para que me marchase pues tenía que hacer algunas cosas fuera. Me extrañó y le pedí educadamente que me dejara la copia de la llave para terminar de trabajar y al día siguiente se la devolvería. Respondió que si me la daba se quedaba sin llave, lo cual lo interpreté como no te lo doy porque no me da la gana y te voy a echar de este trabajo. Y como escribí antes, por la noche, al ver su nombre en la pantalla del móvil ya se confirmó lo que sospechaba. ¿El principal motivo? No le tuve montado un traje en cinco horas, cuando ni siquiera me dijo que lo hiciese. El resto de la conversación transcurrió llena de falsedad sumado a unas palmadas en la espalda, porque estaba dispuesta a escribir buenas referencias hacia mí a la escuela donde estudio Diseño de Moda. Le dije que no hacía falta esas referencias porque el director y profesorado conocen bien cómo coso. Por último le dije cuándo le venía bien que me llegase a cobrar, porque descaradamente no mencionó esto (pensaría que me echaría sin pagarme), así que me dijo que fuese hoy.



Cuando colgué la llamada lloré. ¿Por qué se siente satisfecha actuando de esa manera y no valora mi trabajo? He trabajado anteriormente en otro taller de costura y había presión, aunque no tan extrema. Inclusive los encargos estaban listos con bastante antelación para las clientas y bien acabados.
Al día siguiente, mis profesoras dijeron que ese trabajo era bastante aplastante. Ellas, a pesar de su dilatada experiencia, tampoco tendrían tiempo de confeccionar un traje en cinco horas.
Me reconfortan las palabras de las personas para las que he trabajado, cuando les gustan bien terminado lo que me encargan. También me gusta dejar en buen lugar a mi primera profesora de costura que tuve hace diez años y a la que tengo ahora en la escuela, así como a la empresa en sí, porque realmente lo merecen.



Definitivamente, y dado en los malos tiempos en los que nos encontramos, me alegra haberme quedado sin este trabajo. Ya llegará otro con el que pueda hacerme cargo de esos gastos futuros.

27 de diciembre de 2011

En estas fechas...






Todos mis mejores deseos para que paséis una Feliz Navidad y Próspero 2012

18 de diciembre de 2011

Sin respuesta



Llevo un tiempo preguntándome por qué lloro, por qué esta tristeza. Y es difícil dar con el motivo.

7 de noviembre de 2011

La prueba del nueve





Hay frases que no se comprenden en su momento, pero que, tiempo después, incluso años más tarde, cobran todo su sentido. Para mí, una de ellas es esta: `Cuando uno tiene que tomar una decisión trascendental para su futuro, es conveniente hacerse esta pregunta: `¿Puedo sostener toda mi vida esta decisión que ahora tomo? ¿Sí o no?´´. Aunque parezca excesivo decirlo, en muchos casos esta frase es la prueba del nueve de la felicidad o al menos de la serenidad, que es un estado de ánimo menos evanescente y caprichoso que el de la tan cacareada felicidad. La frase me la reveló un festejante griego que tuve allá por el Paleolítico inferior y no le di importancia en su momento porque Dimitri, pongamos que se llamara así, no era precisamente el faro de Alejandría ni había descubierto la pólvora. De hecho, era simple y un pelín cursi si me apuran. Pero, como dice mi madre, lo fascinante de esta vida es que hasta un reloj parado da la hora exacta dos veces al día, de modo que hay que estar atento, porque nunca se sabe cuándo ni de quién uno va a recibir un interesante retazo de sabiduría. En efecto, con el tiempo he olvidado incluso la cara de Dimitri, pero, en cambio, recuerdo con frecuencia su curiosa sentencia. Voy a ponerles un ejemplo práctico. Imaginemos que uno debe tomar una decisión de esas que pueden variar el curso de su vida, un cambio de estado civil, por ejemplo, decidir si jubilarse o no, montar un negocio, confiar en alguien o en algo. Por lo general, este tipo de decisiones se toman siguiendo los impulsos del corazón o los de la cabeza. Del corazón si se trata de asuntos sentimentales o relacionados con parientes o amigos, y de la cabeza si son laborales. A veces, las personas con experiencia o los jóvenes especialmente inteligentes combinan cabeza y corazón tanto en temas sentimentales como en laborales, lo que hace que sus decisiones sean más acertadas. Sin embargo, son muy pocos los que a la hora de tomar una determinación se preguntan si más allá de su conveniencia (que es lo que se controla con la cabeza) o de sus anhelos (que es lo que se controla con los sentimientos) se trata de una decisión con la que puedan convivir de ahí en adelante. Supongamos que se trata de una cuestión sentimental. Apostar a fondo por una persona de la que uno está muy enamorado o, por el contrario, divorciarse de alguien de quien uno ha dejado de estarlo. ¿No ocurre muchas veces que, a pesar de que la cabeza o el corazón indican una cosa, uno tiene la sensación de que hay `algo´ que porfía y nos recomienda no hacerles caso a ninguno de los dos? Por eso, en ocasiones nos sorprendemos actuando de forma extraña. Como, por ejemplo, cuando uno, a pesar de querer muchísimo a una persona, decide no seguir adelante con ella. O todo lo contrario, cuando elige continuar en un matrimonio que, al menos en apariencia, ya está muerto. La gente llama a esto `cobardía´, pero yo creo que juzgar en casos así no es solo injusto, sino frívolo. ¿Es cobardía renunciar a lo que parece el amor de nuestra vida o hacerlo tiene que ver con una forma de sabiduría inconsciente que indica que los amores imposibles dejan de ser amores, precisamente, cuando se hacen posibles? No, no es fácil ni justo juzgar a los demás, porque solo uno sabe con qué decisión sentimental puede convivir y con cuál no. Y lo mismo ocurre con otras muchas, como la de seguir en un trabajo aburridísimo y rutinario. O, por el contrario, con la de montar un negocio que, a priori, parece apasionante y lleno de posibilidades económicas. Unos llaman a esto `intuición´; yo, más prosaicamente, lo llamo `estómago´. Y es que esta víscera que, desde luego, tiene mucho menos glamour que el corazón y mucho menos predicamento que el cerebro es al final la que decide a veces por nosotros sin que lo sepamos. La única que, de verdad, sabe con qué decisión puede uno convivir y con la que no, por muy interesante, romántica o ventajosa económicamente hablando que sea. Y es que, en realidad, el estómago es la prueba del nueve. O, dicho de modo mucho menos fino, es el único que sabe qué somos capaces de digerir y qué no.






Autora: Carmen Posadas

25 de junio de 2011

Palabras




Es curioso cómo uno está convencido de que se explica pero resulta que nadie le entiende… No sé si me explico… O cómo uno cree que el silencio le exime cuando su vacío verbal impacta en los presentes con mordacidad. Cómo una palabra pretendidamente amable dicha desde el rencor se percibe todavía con más violencia que un insulto rabioso. Somos millones de seres humanos, cada uno con sus cosas, creyendo compartir un mismo idioma. Pero no. Cada ser humano tiene un idioma diferente. Y las palabras a menudo ensucian la comunicación. ¿Cuántas cosas decimos en el peor momento? ¿Y cuántas de ellas a la persona menos adecuada? ¿Cuántas omitimos cuando es necesario pronunciarlas? ¿Cuántas capas esconden nuestras palabras? ¿Cuántas veces sale nuestra voz con honestidad? ¿Cuántos “te quiero” hemos oído que no sonaban a nada? ¿Cuántos “te odio” nos llegan como un “te quiero”? ¿Cuántos “te conozco bien” hemos escuchado del que vemos como a un desconocido? ¿Cuántas crisis hemos provocado con apenas dos frases? Hablas con cariño y el otro percibe desprecio, hablas con desprecio y el otro no se da por aludido (y mira que tú lo has intentado). No hablas y el otro descifra tu silencio de forma errónea. Hablas y para los demás es como si no dijeras nada. Callas cuando lo crees correcto y resulta que tenías que haber dicho eso que no sabes que tenías que decir. Hablas pero, claramente. Lo más inteligente sería haberte callado. Pronuncias un “te amo” cuando el otro necesita aire y espacio, un “mejor lo dejamos” cuando reclaman tu apoyo más que nunca. Un “ya te llamo yo” que se interpreta como un “no me llames tú”. Un “¿qué piensas?” cuando el otro por fin había conseguido dejar de pensar. No preguntas por no sacar ese tema delicado que el otro está deseando que saques. Un “estoy reunida, ahora no puedo hablar” cuando el otro está a punto de arrojarse por el balcón. Un “no te preocupes por nada” cuando el otro no estaba hasta el momento preocupado. Un “estoy aquí para lo que necesites” cuando el otro lo que necesita es que no estés ahí. No llamas por respeto y se recibe como indiferencia. Un “tengamos un hijo” cuando se disponen a dejarte. Un “te necesito” al inmaduro. Un “hoy quiero estar sola” al inseguro. Un “esto sabe raro” al hipocondríaco. Un “te invito a una caña” que suena a “cásate conmigo”. Un “nada puede ir peor” cuando a tus espaldas se desata un tsunami. Palabras; palabras fuera de lugar, palabras que esquilan, palabras que naufragan, palabras lisiadas, palabras lanzadas con cerbatana, palabras que lo cambian todo o que no cambian nada. Palabras disfrazadas de otras palabras. Vamos a tener que afinar nuestra intuición y entonar nuestros silencios. Vamos a tener que aprender a descifrar a los demás más allá de sus gargantas, sus lenguas y sus cuerdas vocales. Vamos a tener que hacernos un poco más listos para sobrevivir en esta Torre de Babel, a la que cada vez le crecen más pisos. Esto es todo lo que tenía que decir… Ahora, a saber lo que habéis entendido.



Texto: Bárbara Alpuente

6 de junio de 2011

Tu mirada




Empezamos a conocernos siendo adolescentes. Hablábamos poco entre nosotros, aunque no hacía falta, porque nuestros ojos decían mucho. Podía intuir –a veces con cierta dificultad-, lo que escondía tu mirada, lo que pensabas sobre mí, pero hoy, después de tantos años y estando casado, tu mirada no ha cambiado, aunque desconozco si seguirás pensando lo mismo que antes.