Cuando lord Thompson se fue de la India, me llamó y me dijo: “Vikram, si tú quieres, vente con nosotros a Londres. Eres un ciudadano británico y todas las universidades se te abrirán”. Estuve pensando la oferta de lord Thompson durante bastantes días. Era un hombre y ahora, con la independencia, se veía obligado a irse a reconstruir la economía del Imperio sin el imperio. La India había sido durante mucho tiempo la “joya de la corona” de los británicos. Ahora se quedaban con la corona, pero sin joya alguna. Lord Thompson me ofrecía una nueva vida. También mi país iba a ser un país nuevo. Entre mi vida y la del país, me decidí por el país. Y el día que la familia Thompson embarcó en el puerto de Bombay no quise ir a despedirles y me metí en un cine a ver pasar la misma película una y otra vez hasta enamorarme de la protagonista, una chica blanca, rubia, que olía a limpio y a buenas intenciones, y que vivía en una ciudad de casas muy altas y de taxis amarillos llamada Nueva York.
Muy pronto vimos que es más cómodo ser dependiente que independiente y que la dignidad se acaba pagando con mucho trabajo y no pocas incertidumbres. De pronto descubrimos que éramos muchos y que ni siquiera rezábamos de la misma manera y que las aguas de las montañas no siempre nos trían paz. Conseguimos sobrevivir haciendo lo que siempre habíamos hecho: comprar barato y vender un poco más caro. Nos especializamos en trabajos pequeños: si había que confeccionar un chaleco, uno cortaba la espalda; otro, los hombros; un tercero hacía los bolsillos, y un cuarto ponía los botones. Después de los chalecos me dediqué a la cadena de montaje de las Royal Enfield que los británicos habían dejado en la India. Unos ponían las ruedas, otros, los frenos; otros pulían los metales. Y, así, de la misma moto salían bastantes sueldos que nos permitieron crecer y multiplicarnos. Mis padres hablaron con los padres de Raga. Se cercioraron de que fuéramos de la misma casta y apalabraron la boda. Invité a lord Thompson, y mi antiguo amo, bastante envejecido, estuvo en primera fila y me dio un buen puñado de libras esterlinas para que hiciera con ellas lo que quisiera. Simplemente las invertí en una fábrica de camiones de un amigo de las motos y, así, año tras año, el amigo de las motos me iba informando de los camiones que salían a las carreteras y me daba la parte de los beneficios, que cada vez eran más. Y yo que volvía a invertir en la empresa, y así pasaron los años, con la suerte de las libras de lord Thompson y una profunda pena en casa, porque Raga estaba cada vez más enferma y más pequeña, hasta que, un día, Raga desapareció del mundo de los vivos y yo me quedé con mi Royal Enfield y mis ahorros en forma de camión. La independencia no nos salva de la muerte de la gente cercana. El día que echamos las cenizas de Raga al Ganges me fui otra vez al cine y allí me esperaba, como si sólo tuviéramos una película, la historia de la niña blanca, rubia y con olor a limpio de Nueva York. Yo, más viejo, y ella, como siempre.
También recibí carta de la familia Thompson. Lord Thompson había muerto y me legaba una cantidad importante de dinero. Se lo di a mi amigo, el de los camiones, y él me dijo que a aquellas alturas ya era de los accionistas más importantes de la compañía y que no era bueno poner todos los huevos en el mismo cesto. La empresa de los camiones rodaba sola y mi amigo quería abrir hoteles de lujo. Me sugería a mí que fuera el presidente de la nueva división de hoteles. Acepté porque pensé que a lord Thompson le habría gustado que me dedicara a vivir como los nuevos rajás. Así pasaron los años. Y en todos los hoteles hice instalar un cine en el que constantemente se proyectaba la película de la joven blanca, rubia y limpia.
Hasta que, hace un par de años, con motivo del aniversario de la independencia, el hotel de Bombay se llenó de antiguas glorias de Hollywood. Y allí conocí a una anciana blanca, de pelo blanco y olor a limpio que había sido una gloria cinematográfica de los años cincuenta. Y la fui a visitar a su suite. Y le pedí que no se moviera de allí, porque a veces hay que ver muchas películas para que se conviertan en realidad. Y así ha sido. Vivimos en el último piso del Gran Hotel Thompson, ahora que Bombay ya tiene casas tan altas como las de Nueva York. Y allí he aprendido que lo mejor de la independencia es aceptar que podemos por fin depender el uno del otro.
Texto: Joan Barril
Fotografía: Age Fotostock
15 comentarios:
Precioso texto. Desconocido para mi.
Me ha encantado...Gracias por cmpartir.
Muchos besitos preciosa.
Jo, qué chulo!
Me ha encantado el texto, Tejedora.
Vaya que sí!
Muchos besos!!
una historia preciosa y más el final que acaba con la chica de la película de olor a limpio pero ya con el pelo canoso para el.. me ha encantado. besos
Muy bueno, me encanto el texto, un beso
un regocijo leerte... sigue tejiendo amiga estas palabras en un relato maravilloso.
besos
Tiene buena pinta...Con qué gusto lo leería, si pudiese levantar cabeza de lo que tengo que escribir yo.
Pero queda anotado para cuando pueda.
Un besico, Tejedora de palabras y de amistades.
A mí también me ha gustado el texto.
Un rampybeso
María Jesús: Los textos que me gustan (que son la mayoría), os los pongo por aquí.
Besos.
Ana: No hay de qué, guapa. Me gusta compartirlo con vosotros.
Muchos besos.
Lourdes: Sí. Lo he comentado por aquí, pero es curioso que, partiendo de una fotografía, se construya una historia.
Muchos besos, guapa.
Esther: Veía esa película hace muchos años y finalmente conoció a la protagonista.
Besos, linda.
Esteban: Muchas gracias.
Besos para ti.
Rafaela: No es mío el texto, sino de Joan Barril. Me gusta compartirlo con vosotros. Ojalá tejiera así…
Muchos besos.
Rosa Cáceres: No importa, léelo cuando puedas.
Un beso, preciosa.
Rampy: Muchas gracias. Espero que te guste el siguiente.
Besos.
Buen fin de semana!!!
¡¡Igualmente, Esteban!! ¿Lo pasarás en el campo como yo?
Besos.
hermoso texto, es bueno tener algo de dependencia.
Un abrazo y un placer saludarte
Un texto muy hermoso. Gracias por compartirlo
Un beso
Un placer haberme pasado por tu espacio en esta mañana de domingo, encantador!
Saludos y un abrazo enorme.
Muy buen texto que se lee con agilidad y estupenda paradoja final en lo referente a la dependencia de la independencia.
Saludos
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