
Hanna Anbruster estaba acabando de hacer la comida para ella y para su gato Max. Hanna vivía sola desde el final de la guerra. Se puede decir que apenas tuvo marido, porque se casaron en 1939 y Fritz fue movilizado en una de las grandes divisiones Panzer. Dicen sus amigos que era un buen artillero. Entró en Varsovia sin disparar ni un tiro. Después fue destinado a la bolsa de Dunkerque. Paseó por los Campos Elíseos y todavía tuvo tiempo de cambiarse de uniforme para pasar a engrosar las filas del Afrika Korps. Por lo visto, Fritz acabó miriendo en combate en la batalle de Kursk, literalmente asado por las bombas soviéticas. Así vivió aquella maldita guerra la joven Hanna. Y ahora, en su casita de la Bernauer Strasse, en el centro de Berlín, sobrevivía con la ayuda del Partido Comunista en el poder y haciendo de telefonista en el ministerio de propaganda. Hanna había llegado a los 40, que es esa edad en la que de forma la bisectriz de la belleza y de la inteligencia. Pero no estaba el tiempo para celebraciones. En el economato no había sal. Y la cazuela de sauerkraut amenazaba con llegar a la mesa insípida y triste como el día. Ni siquiera Max se la comería. De pronto vio una sombra en la ventana del patio interior de la casa contigua. Era su vecino, un hombre taciturno y tullido que también vivía solo. Hanna bajó a la calle, subió a la casa del señor Stirner y le pidió un poco de sal. Ese fue, din duda, el comienzo de una gran amistad.
Porque la soledad no la vence un gato. La soledad es ese pretexto que nos hace olvidar lo que no tenemos en la esperanza de que lo tenga otro. Después de la sal, otro día, fue el martillo. Tras el martillo, el señor Stirner trajo también su mano para aquella pequeña reparación que Hanna no podía acometer. Meses después llegó el pretexto del té compartido y a veces hasta un ramo de flores que Hanna había avivado en su parterre del ministerio. Stirner también había perdido la guerra. Una pierna en Normandía y una familia entera bajo los cascotes de los innecesarios bombardeos de Dresden. Pero de eso no se hablaba, porque las tardes en la Bernauer Strasse eran como un algodón de color gris suspendido en el tiempo y en la historia. Stirner y Hanna ya sólo tenían ánimos para sentir una extraña nostalgia del futuro. Tal vez por eso, de ven en cuando, Hanna encerraba a Max en la azotea y buscaba el cuerpo de Stirner para hacer los encajes con los dedos y así se dejaban ser en el amor que no quiere llamarse amor.
Hasta que un día les despertó un enorme estrépito de taladros y de camiones. Una brigada estaba levantando los adoquines y otro iba tendiendo alambres de espino que se introducían por el jardín comunitario. Hanna abrió la ventana y llamó a Stirner. “¡No me queda sal. Tampoco puedo dejarle las herramientas. Me voy, Hanna. Véngase conmigo”. Hasta entonces vivían en la misma ciudad y de pronto Stirner, sin moverse de su casa, estaba en Occidente y ella se había quedado encerrada en una Bernauertrasse que no iba a ninguna parte. Llegó el responsable de la brigada: “Camarada Ambruster. De ahora en adelante, el acceso a su casa será por el garaje. Las ventanas que dan a la calle se van a tapiar”. Mientras aspiraba el olor a cemento, Hanna se sintió en el interior de una tumba. Buscó a Max. Salió a la calle. En la lejanía, aquel gato de siete vidas la miraba desde el vértice de un muro protector. De Stirner nunca más se supo. Y al día siguiente Hanna regresó al ministerio de propaganda para cantar las excelencias de un Estado que prefería el orgullo a la libertad.
Texto: Joan Barril
Fotografía: Corbis