En realidad, mi padre no tuvo nunca trabajo. Tuvo, eso sí, muchos trabajos. A veces llegaba a casa y se sacaba unas monedas del bolsillo. Aquello era trabajo. Otras veces regresaba por la mañana y estaba de mal humor porque en la plaza nadie había ido a buscar manos. Aquello era el paro. Y el paro ya no avergonzaba a nadie, porque en nuestro barrio, lo del trabajo era un lujo. Pronto las monedas perdieron todo su valor, porque los billetes tenían cada vez más y más ceros. Y madre decía que con aquellas cantidades que figuraban en los billetes de banco hacía años que hubiéramos podido comprar el palacio de los Menahem, cuyas cúpulas se vislumbraban detrás del bosque de abedules al otro lado del arroyo.
Mi madre me dijo un día que la situación era grave, que papá hacía lo que podía pero que tenía que hacer lo posible para traer alguno de esos billetes con tantos ceros a casa. Que no hiciera nada ilegal, pero que trabajara en algo. Y que algún día las cosas mejorarían, porque le habían hablado de un nuevo partido que estaba dispuesto a dar trabajo a todo el mundo y que, si ganaba las elecciones, todos volverían a comer. Pero, mientras tanto, teníamos que resistir. “Olvídate de la escuela, Fritz. Ahora necesitamos tus billetes de muchos ceros”. Y no fue difícil encontrar una manera de vender sin tener que comprar.
La verja de la mansión de los Menahem estaba rota en una esquina. Tan sólo había que cortar las zarzas y te colabas en su jardín. Y ahí, en aquel jardín, crecían flores de todos los colores y en casi todas las estaciones. Por ahí me metía cada día, cortaba las flores con cuidado, para que nadie se diera cuenta de la rapiña. Luego montaba unos cuantos ramos y me plantaba frente a la puerta principal de los Menahem. En cuanto salía la señora Mnahem y su marido Simon o sus hijas siempre tan bien vestidas, la señora Menahem me llamaba y me compraba los ramos de las flores de su propio jardín. “Qué bonitos son. Los voy a llevar ahora mismo a la sinagoga”, porque los Menahem eran judíos y propietarios de unos grandes almacenes. Eran muy amables y, con ese ritual diario, conseguí llevar a casa más dinero que papá.
Y es que papá se dedicaba ahora mucho más a la política que a trabajar. Los domingos salía de casa con una camisa parda y me llevaba con otros camaradas a cantar y a escuchar a gentes que hablaban del orgullo alemán y de la resurrección del pueblo. Y mi padre estaba contento y si mi padre estaba contento, yo también. Y continué entrando en el jardín de los Menahem y vendiendo flores a los señores hasta que un día, los Menahem ya no salieron de casa y tuve que buscar otros compradores de rosas, porque papá me dijo que los judíos iban a ser expulsados.
Fue así como, de la noche a la mañana, papá nos llevó a una casa nueva y se acabaron las preocupaciones porque su partido había ganado. Y yo dejé lo de las flores y volví a la escuela y me pusieron un uniforme muy bonito. Y al cabo de unos años, me convertí en soldado. Y nuestro ejército empezó a recuperar todos los territorios de antes. Y un día, con unos camaradas, me ordenaron que fuese a una detención. Y me llevaron a la antigua casa de los Menahem. Mis camaradas prendieron fuego a la casa y a los abedules. Vi entonces a la señora Menahem entrando con una gran elegancia al coche celular. Me reconoció: “Cuídame las rosas, Fritz. Siempre has tenido manos de jardinero, no de carnicero”.
Mi madre me dijo un día que la situación era grave, que papá hacía lo que podía pero que tenía que hacer lo posible para traer alguno de esos billetes con tantos ceros a casa. Que no hiciera nada ilegal, pero que trabajara en algo. Y que algún día las cosas mejorarían, porque le habían hablado de un nuevo partido que estaba dispuesto a dar trabajo a todo el mundo y que, si ganaba las elecciones, todos volverían a comer. Pero, mientras tanto, teníamos que resistir. “Olvídate de la escuela, Fritz. Ahora necesitamos tus billetes de muchos ceros”. Y no fue difícil encontrar una manera de vender sin tener que comprar.
La verja de la mansión de los Menahem estaba rota en una esquina. Tan sólo había que cortar las zarzas y te colabas en su jardín. Y ahí, en aquel jardín, crecían flores de todos los colores y en casi todas las estaciones. Por ahí me metía cada día, cortaba las flores con cuidado, para que nadie se diera cuenta de la rapiña. Luego montaba unos cuantos ramos y me plantaba frente a la puerta principal de los Menahem. En cuanto salía la señora Mnahem y su marido Simon o sus hijas siempre tan bien vestidas, la señora Menahem me llamaba y me compraba los ramos de las flores de su propio jardín. “Qué bonitos son. Los voy a llevar ahora mismo a la sinagoga”, porque los Menahem eran judíos y propietarios de unos grandes almacenes. Eran muy amables y, con ese ritual diario, conseguí llevar a casa más dinero que papá.
Y es que papá se dedicaba ahora mucho más a la política que a trabajar. Los domingos salía de casa con una camisa parda y me llevaba con otros camaradas a cantar y a escuchar a gentes que hablaban del orgullo alemán y de la resurrección del pueblo. Y mi padre estaba contento y si mi padre estaba contento, yo también. Y continué entrando en el jardín de los Menahem y vendiendo flores a los señores hasta que un día, los Menahem ya no salieron de casa y tuve que buscar otros compradores de rosas, porque papá me dijo que los judíos iban a ser expulsados.
Fue así como, de la noche a la mañana, papá nos llevó a una casa nueva y se acabaron las preocupaciones porque su partido había ganado. Y yo dejé lo de las flores y volví a la escuela y me pusieron un uniforme muy bonito. Y al cabo de unos años, me convertí en soldado. Y nuestro ejército empezó a recuperar todos los territorios de antes. Y un día, con unos camaradas, me ordenaron que fuese a una detención. Y me llevaron a la antigua casa de los Menahem. Mis camaradas prendieron fuego a la casa y a los abedules. Vi entonces a la señora Menahem entrando con una gran elegancia al coche celular. Me reconoció: “Cuídame las rosas, Fritz. Siempre has tenido manos de jardinero, no de carnicero”.
Texto: Joan Barril
Fotografía: HANNOVER, 1930. Un niño vende flores durante los años de la República de Weimar
13 comentarios:
Ay...Se te echa de menos...
Espero que todo vaya bien.
Muchos besos preciosa.
Que bonita historia me has echo poner los pelos de punta. La vida es asi y da tantas vueltas, bueno en este caso va más alla, con los nazis.. pero la historia en si es muy bella...!!!
Me gusta que estes de regreso.
Un abrazo grande.
Pararme en tu esquina de las rosas, es como respirar el olor de todas las primaveras. Precioso.
Saludos
Una historia que desconocía. Es agradable volver a visitarte.
Gracias por comentar en mi blog, he leido tu post anterior de Chanel, me ha encantado, no sabía que había sido también amante de Picasso (del cuál hice anteriormente yo otro post); este Picasso tenía que tener algo irresistible, por q no había quién sucumbiera a sus encantos. Dos personalidades inquietantes e intrigantes se unen!.
Besitos.
Jo, Tejedora, menudo relato...
Me ha encantado, a pesar de lo triste que realmente es.
Besos, guapa!
Hermoso blog...
Hace no mucho lei el Niño con el pijama de rayas, y la verdad que conforme iba leyendo tu relato de alguna manera iba encontrando nexos.
Al margen de otras connotaciones, la vida es un frenesí constante en la que la realidad siempre supera a la ficción.
Besos.
No la conocía y por eso te doy las gracias por enseñarnosla. Me ha encantado.
Un historia tristemente preciosa.
Besos guapa y espero que estes llevando bien estas temperaturas.
La vida da muchas vueltas y nunca se sabe dónde ni cómo estaremos mañana.
Preciosa historia.
Ains, qué se me ha olvidado darte un besito mi reina.
Bueno pues ahí va Muuuuuaaaakk
Es precioso saber que aún siguues ahí, con tus letrs, siempre llenas de esa magia que me llena.
Un beso enorme!!
Me encantan las historias que escribe Joan Barril en El Periódico, recuerdo que esta se me quedo grabada en algún lugar de la memoria cuando la leí. Casualmente, la reencuentro por aquí.
Gracias por el refresco! Saludos.-
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