
En mi infancia y adolescencia, pasaba mucho tiempo en el hogar de un matrimonio. Eran acogedores, simpáticos y formaban parte de mi familia. A el la guerra lo dejó postrado en una silla de ruedas con el devenir de los años y ella era demasiado viva, no paraba de hacer cosas en casa. Tenían discusiones “sanas” de las que no cesaba en reír y eran un bello ejemplo de matrimonio en sí.
Su casa era enorme y poseía tres patios repletos de plantas. Era el lugar que más vida daba; ha sido encuentro de diversiones, alegrías, penas… Ella - la esposa del matrimonio- me enseñó a recoger jazmines para ponerlos en la mesita de noche, con el fin de que no picasen los mosquitos. Cuando falleció la esposa, su esposo la echaba bastante de menos, tanto, que iba al patio de vez en cuando para contemplar si habían florecido los jazmines y pedirme que no los pusiese en la mesita de noche, sino junto a una foto de su esposa que se encontraba en una mesa. Si algún día se me olvidaba recogerlos, tras habérmelo advertido él, se enfadaba por breves momentos conmigo.
Un día, en primavera, cuando estaba sentada en un arriate, descubrí un árbol frondoso que llamó mi atención junto al olor de sus flores. Era un lilo. Busqué una escalera y cogí bastantes lilas para llevarlas al aparador y diesen olor a la habitación donde se encontraba éste mueble.
Por la noche, en verano, cuando las flores de la dama de noche abrían, obsequiaban con un olor especial al patio. Nos gustaba encender la luz y sentarnos a hablar hasta altas horas de la noche junto a ésta planta.
El falleció un año después de su esposa, la casa estuvo unos años abandonada, y de las tres plantas, aún se mantiene la dama de noche, la cual la trasplantamos en el campo. También, entre mis perfumes, uso uno de fragancia a lilas, por el olor de dichas flores.