8 de mayo de 2010

Una herencia envenenada


Cuando nos casamos me prometió amor y lujo. Así me lo dijo: “Amor y lujo”. Y probablemente me dio mucho amor, pero David no estaba en condiciones ni siquiera de acercarse al lujo. En realidad, nuestra casa era un pequeño piso de alquiler en los confines de Brooklyn. David sí había crecido en el lujo, pero la familia americana de David no supo calcular a tiempo el desastre financiero que significó la caída de la Bolsa de 1929. Allí se acabó todo. Y David se encontró con una novedad en su vida: por primera vez tuvo que pensar en trabajar. Y, quizá por primera vez, experimentó la extraña sensación del cansancio. Lo dicho: mucho amor, pero poco lujo.
Un conocido de la familia, el señor Salomon, se encontró con David en la sinagoga central de Park Avenue y allí le ofreció un empleo de representante de diamantes, esa piedra lujosa que sólo te hace sentir mejor cuando sabes que es tuya. Así que David me amaba con sus dedos que olían a diamantes ajenos. Ése era el único lujo material. Para mí, el lujo eran los amaneceres que llegaban del mar, la música italiana que cantaba la vecina del bajo cuando salía a tender la ropa y el aroma de las cocinas de los viernes, cuando todo el barrio se disponía a hacer los platos que habían aprendido a guisar en aquella lejana Europa que no veríamos nunca más.

Pero, si bien no podíamos ir a Europa, lo cierto es que Europa llamó a la puerta. Era una carta certificada de un notario del centro. Informaban a David de que el tío Simon, el rico comerciante alemán, había muerto sin descendencia y le había nombrado heredero universal. David fue a buscar una fotografía del tío Simon. Ahí estaba, junto a la que había sido su madre. Enmarcó la fotografía y la puso en la mesita de noche. El tío Simon y mamá estaban sentados bajo un velador de un enorme jardín y al fonde se divisaba una gran mansión bajo el cielo veraniego de Berlín. David volvía a intuir lo que era el lujo. El notario les dio los planos de las propiedades del tío Simon, las llaves de la casa mansión y un buen fajo de dinero, al que se sumaría una considerable fortuna cuando se pusieran en contacto con el albacea alemán. Al salir del notario, David fue a ver al señor Salomon para hacer dos cosas. La primera, despedirse de su empleo. La segunda, comprarle a Salomon un diamante de los de verdad. Aquella noche sentí sobre la piel de mi cuerpo el tacto cálido de la fortuna. Al día siguiente subimos a un avión que cruzaba el Atlántico. Cenamos a bordo y llegamos a Londres. Yo estaba completamente mareada. Ya en el hotel, David avisó a un médico y éste certificó que estaba embarazada y que no eran convenientes más viajes ni más emociones hasta el nacimiento del bebé.

David estaba contentísimo. Alquiló una casa en Hampstead y contrató a dos sirvientas. “Lo de la herencia del tío Simon irá para largo. Quédate en Londres y cuando nazca el niño te vendré a buscar para instalarnos definitivamente en Berlín”. Le vi marchar bajo la lluvia inglesa dispuesto a hacerse el dueño del imperio comercial de Berlín. Pasaron los meses. Al principio recibía cartas de David. Luego nada. En la última carta me mandaba una fotografía. Se le veía más flaco y envejecido. Llevaba el traje de tweed que se había comprado en Regent Street antes de partir y en el bolsillo superior alguien le había cosido a David una estrella de David.

Nació el niño y creció entre bombardeos y largas esperas cerca de la ventana aguardando que algún día su padre llegara para conocerle. Tras la guerra, me puse en contacto con el albacea alemán. Me dijo que mi marido, David Goldstein, a poco de hacerse cargo de la herencia de su tío Simon, había sido detenido por las autoridades del Reich. Las propiedades habían sido incautadas y David desapareció a bordo de un tren con destino al Este, probablemente a un lugar de Polonia llamado Auschwitz.
Fue así como me quedé sin lujo. Y también sin amor.


Texto: Joan Barril

Fotografía: Corbis