11 de enero de 2010

Declaración de dependencia


Cuando lord Thompson se fue de la India, me llamó y me dijo: “Vikram, si tú quieres, vente con nosotros a Londres. Eres un ciudadano británico y todas las universidades se te abrirán”. Estuve pensando la oferta de lord Thompson durante bastantes días. Era un hombre y ahora, con la independencia, se veía obligado a irse a reconstruir la economía del Imperio sin el imperio. La India había sido durante mucho tiempo la “joya de la corona” de los británicos. Ahora se quedaban con la corona, pero sin joya alguna. Lord Thompson me ofrecía una nueva vida. También mi país iba a ser un país nuevo. Entre mi vida y la del país, me decidí por el país. Y el día que la familia Thompson embarcó en el puerto de Bombay no quise ir a despedirles y me metí en un cine a ver pasar la misma película una y otra vez hasta enamorarme de la protagonista, una chica blanca, rubia, que olía a limpio y a buenas intenciones, y que vivía en una ciudad de casas muy altas y de taxis amarillos llamada Nueva York.

Muy pronto vimos que es más cómodo ser dependiente que independiente y que la dignidad se acaba pagando con mucho trabajo y no pocas incertidumbres. De pronto descubrimos que éramos muchos y que ni siquiera rezábamos de la misma manera y que las aguas de las montañas no siempre nos trían paz. Conseguimos sobrevivir haciendo lo que siempre habíamos hecho: comprar barato y vender un poco más caro. Nos especializamos en trabajos pequeños: si había que confeccionar un chaleco, uno cortaba la espalda; otro, los hombros; un tercero hacía los bolsillos, y un cuarto ponía los botones. Después de los chalecos me dediqué a la cadena de montaje de las Royal Enfield que los británicos habían dejado en la India. Unos ponían las ruedas, otros, los frenos; otros pulían los metales. Y, así, de la misma moto salían bastantes sueldos que nos permitieron crecer y multiplicarnos. Mis padres hablaron con los padres de Raga. Se cercioraron de que fuéramos de la misma casta y apalabraron la boda. Invité a lord Thompson, y mi antiguo amo, bastante envejecido, estuvo en primera fila y me dio un buen puñado de libras esterlinas para que hiciera con ellas lo que quisiera. Simplemente las invertí en una fábrica de camiones de un amigo de las motos y, así, año tras año, el amigo de las motos me iba informando de los camiones que salían a las carreteras y me daba la parte de los beneficios, que cada vez eran más. Y yo que volvía a invertir en la empresa, y así pasaron los años, con la suerte de las libras de lord Thompson y una profunda pena en casa, porque Raga estaba cada vez más enferma y más pequeña, hasta que, un día, Raga desapareció del mundo de los vivos y yo me quedé con mi Royal Enfield y mis ahorros en forma de camión. La independencia no nos salva de la muerte de la gente cercana. El día que echamos las cenizas de Raga al Ganges me fui otra vez al cine y allí me esperaba, como si sólo tuviéramos una película, la historia de la niña blanca, rubia y con olor a limpio de Nueva York. Yo, más viejo, y ella, como siempre.

También recibí carta de la familia Thompson. Lord Thompson había muerto y me legaba una cantidad importante de dinero. Se lo di a mi amigo, el de los camiones, y él me dijo que a aquellas alturas ya era de los accionistas más importantes de la compañía y que no era bueno poner todos los huevos en el mismo cesto. La empresa de los camiones rodaba sola y mi amigo quería abrir hoteles de lujo. Me sugería a mí que fuera el presidente de la nueva división de hoteles. Acepté porque pensé que a lord Thompson le habría gustado que me dedicara a vivir como los nuevos rajás. Así pasaron los años. Y en todos los hoteles hice instalar un cine en el que constantemente se proyectaba la película de la joven blanca, rubia y limpia.

Hasta que, hace un par de años, con motivo del aniversario de la independencia, el hotel de Bombay se llenó de antiguas glorias de Hollywood. Y allí conocí a una anciana blanca, de pelo blanco y olor a limpio que había sido una gloria cinematográfica de los años cincuenta. Y la fui a visitar a su suite. Y le pedí que no se moviera de allí, porque a veces hay que ver muchas películas para que se conviertan en realidad. Y así ha sido. Vivimos en el último piso del Gran Hotel Thompson, ahora que Bombay ya tiene casas tan altas como las de Nueva York. Y allí he aprendido que lo mejor de la independencia es aceptar que podemos por fin depender el uno del otro.


Texto: Joan Barril

Fotografía: Age Fotostock


2 de enero de 2010

Concierto de Año Nuevo 2010

Si hay algo que me gusta desde hace años, el día de Año Nuevo, es ver la retransmisión por televisión del tradicional concierto desde Viena. Está interpretado por la Orquesta Filarmónica de dicha ciudad en la sala dorada del Musikverein. Este año, la dirección estuvo a cargo de la batuta del francés Georges Prêtre. Pese a sus 85 años - el director de mayor edad que hasta el presente ha dirigido este concierto - salió a divertirse como un niño. Tal vez por eso, el público asistente le brindó una de las mayores ovaciones de entrada.

Georges Prêtre es un maestro de oficio, de rudimento, dotado de escasa pero eficiente técnica con la batuta (dirigió oberturas y valses con batuta, mientras que prescindió de ella para polkas y otras piezas breves). Quizás por ello, hubo un ligero desajuste en los vigorosos compases iniciales de la obertura Die Fledermaus, pieza que arrancó el concierto y en donde la orquesta pareció estar un tanto fría, de igual manera que en la polka Frauenherz. Pero Prêtre se siente cómodo con este repertorio y dejó muestras de su clase en los excepcionales rubatos de las transiciones entre movimientos, muy logradas en Wein, weib und Gesang, en donde la orquesta, especialmente en cuerda y trombones y exhibió su poderío. Prêtre dibuja filigranas con su mano izquierda, sonríe, mira hacia el cielo, cierra los ojos… Y bromea, como en su amable versión de Im Krapfenwald, pieza que le va como anillo al dedo, en la que la agrupación vienesa desplegó todo un arsenal de artilugios imitando el sonido de los pájaros.
Radetzky Marsch -composición orquestal de Johann Strauss (padre) escrita en el año 1848- puso punto y final, como es habitual, a esta edición del Concierto de Año Nuevo. El maestro fue largamente ovacionado y el resultado final fue más que aceptable.

En 1939 se impuso la tradición del Concierto de Año Nuevo. Desde que la Filarmónica escogiera a Lorin Maazel como director del conjunto, el músico norteamericano dirigió el concierto del 1 de enero hasta 1986; le siguieron Herbert von Karajan (1987), Claudio Abbado (1988, 1991), Carlos Kleiber (1989, 1992), Zubin Mehta (1990, 1995, 1998, 2007), Riccardo Muti (1993, 1997, 2000, 2004) Lorin Maazel (1994, 1996, 1999, 2005), Seiji Ozawa (2002), Nikolaus Harnoncourt (2001, 2003), Mariss Jansons (2006), Georges Prêtre (2008) y Daniel Barenboim (2009). Nada más finalizar, se dio a conocer quién dirigirá el concierto para el año 2011. Se tratará de Franz Welser-Möst.