30 de agosto de 2009

Los pies ligeros



No era frecuente en aquellos felices años 20 encontrar a una chica tan despierta, servicial y estudiosa como Margaret Hulton. Su padre, el mayor Hulton, había sido un heroico militar. A él se debía buena parte del tendido ferroviario del norte de la India y también la sumisión de las tribus kashmires que en su día amenazaron las guarniciones del Rajastán y sus rutas de suministros. El mayor Hulton fue captado por el Estado Mayor y se desplazó con su familia a Candem. El mayor Hulton hizo un magnífico trabajo en la organización de los cuerpos expedicionarios que se batieron con los fascistas de Mussolini en Abisinia. Pero quizá lo mejor de la biografía del mayor Hulton fue la educación que le proporcionó a su hija mayor, Margaret.

Porque Margaret llegó de la India con un gran baraje académico. Sus calificaciones siempre fueron espléndidas. Sabía a la perfección todas las lenguas europeas: el francés, el alemán y nociones de español. Pero lo que más sorprendió a sus profesores de la escuela secundaria de Bath fue lo que no se aprendía en los libros. Margaret había traído de la India conocimientos de fauna salvaje, nociones de la ancestral medicina ayurvédica, cuentos enteros de la tradición bengalí y una gran habilidad en la artesanía hindustánica. Su paso por el Trinity College de Oxford no le impidió brillar con luz propia en un mundo de señoritos de estirpes ennoblecidas. Se especializó en lenguas clásicas y a los 22 años publicó una magnífica traducción de La Ilíada, aquel gran poema épico en el que campaban Aquiles, el de los pies ligeros y Ulises, el soldado que venció a los troyanos introduciéndose en el interior de sus murallas.
Pero llegó la guerra. El mayor Hulton por poco deja la piel en el heroico repliegue de Dunkerque y su hija Margaret fue movilizada en los cuerpos auxiliares femeninos. Los bombardeos a los que fue sometida Londres eran recibidos por Margaret con la impavidez de quien recibe la bendición del monzón. Digna hija de su padre, Margaret fue condecorada por la defensa pasiva y después reclutada, por su dominio de la lengua alemana, como intérprete de los pilotos nazis que habían sido derribados en la batalla de Inglaterra. En especial debía traducir y sonsacar a un extraño personaje llamado Rudolf Hess, un nazi de la primera hora que había aterrizado en Escocia con la insólita misión –decía- de negociar la paz con Inglaterra.

Desde aquel momento, el carácter de Margaret Hulton se volvió más esquivo y reservado. Su familia y sus superiores achacaban el cambio a la responsabilidad de estar en contacto con un enemigo de tanto prestigio como misterio. Nada parecía que pudiera sacarse del lugarteniente de Hitler. Rudolf Hess fue internado en una prisión mientras la guerra continuaba en tablas. Margaret solicitó un cargo de mayor calado militar y, siempre auspiciada por su padre, fue enrolada también en el Estado Mayor. La guerra se endurecía y los nazis parecían anticiparse a los movimientos británicos. Sin duda su red de inteligencia era más sólida de lo que suponía el contraespionaje.

Fue una víspera de Navidad de 1943, cuando el mayor Hulton recibió en su mansión de Candem a dos oficiales de paisano. Estuvieron toda la tarde hablando y fumando en el despacho del mayor. Visiblemente lívido, el mayor Hulton anunció que aquellos caballeros se quedarían a cenar y que, cuando llegara Margaret, la hicieran pasar al comedor.
Pero Margaret Hulton no llegó aquella noche ni ninguna otra. Un pequeño bote había zarpado del puerto de Brent y tal vez un submarino alemán había recogido a sus pasajeros. Ya era media noche cuando los oficiales del Intelligence Service registraron la habitación de Margaret. En el interior de sus calcetines encontraron las pruebas documentales de su traición. Había empezado como Ulises y había huido como Aquiles, el de los pies ligeros.
Desde su cautiverio, Rudolf Hess se negó a hacer algún comentario, mientras sonreía en silencio.
Texto: Joan Barril

27 de agosto de 2009

Los caracoles no saben que son caracoles


Clara, 35 años, divorciada y con dos hijos, tiene una vida tan normal como la de cualquiera, hasta que un día sucede algo que la cambia por completo.



La novela empieza con el fallecimiento de la hermana de Clara con la que siempre guardaba una estupenda relación. Este hecho hace que la vida de la protagonista cambie, comenzando con los interrogantes que ella ve en su vida hasta ver las cosas desde una perspectiva más madura, teniendo en cuenta las situaciones que le rodean como su trabajo en una productora de televisión y fotógrafa, su exmarido, los hijos, el sexo,…
Es fácil de leer y pasar un buen rato. Me ha hecho reír y a veces llorar.


12 de agosto de 2009

Corazón que no siente


A veces me pregunto si mis padres concibieron a mi hermano sólo para hacerme compañía. Otros hermanos del vecindario también iban juntos a la escuela, y probablemente estudiaban juntos, y también jugaban al béisbol juntos, y cantaban juntos los villancicos de Navidad. Pero nunca conocí a ningún hermano que estuviera siempre tan cerca de su hermano. Porque mi hermano menor me llevaba de la mano y me hacía aprender de memoria las poesías de Tennyson y las capitales de los estados de la Unión. En realidad mi hermano me explicaba todo lo que él veía, sencillamente porque yo era ciego de nacimiento y jamás pude ver nada que no fuera por sus ojos. Gracias a mi hermano supe relacionar el color verde con el color de las ranas y desde entonces supe que el verde podía ser húmedo y viscoso pero también podía ser el color de la primavera cuando el viento peinaba las praderas. También me enseñó el color del agua azul del mar y del agua dorada del crepúsculo. Mi hermano siempre supo que para mí era mucho más importante contar los peldaños de la escalera que mirar los cuadros de las paredes. Nos hicimos mayores y fuimos a la universidad, naturalmente a la misma. Y allí las cosas empezaron a romperse, porque a la hora de las calificaciones incomprensiblemente sus notas iban a peor y las mías iban a mejor. Atribuimos esta evidente injusticia al hecho de haber desarrollado durante muchos años mi memoria. Todo lo que yo sabía no podía confiarse ni en unos apuntes ni en la lectura de los libros. Y la memoria, cuando se la alimenta desde que somos pequeños, se graba y no se borra jamás.
Un día mi hermano me llevó a una fiesta y me presentó a la chica que le gustaba. Olía a jazmín y ropa almidonada. Me alegré por mi hermano, porque ya era hora de que pudiera acompañar a alguien que no fuera yo. Tarde o temprano yo debería aprender a vivir sólo en compañía de barandillas y de amigos nuevos que entendieron que podía hablar de economía pero que no estaba dotado para la práctica del deporte. Busqué una casa en el Village, cerca de Columbia, y gasté mis ahorros en comprarme un piano. La vida era plácida y tranquila. Mis padres envejecieron rápidamente y murieron con discreción al mismo tiempo. Su muerte fue un pequeño velo negro que cubrió mi negrura. En el cementerio dije un viejo y largo poema de un escritor inglés. Creía que éramos una multitud, pero cuando mi hermano me sacó de allí pensé que nos habíamos quedado definitivamente solos.

Una noche llamaron a mi puerta en mi casa del Village. Bastó abrirla para que entrara aquel excitante perfume de jazmín y de ropa almidonada. La invité a un té. Hablamos de música y de literatura. Le pregunté por mi hermano y ella me dijo que mi hermano era un buen hombre, pero que me quería a mí y que estaba dispuesta a ser mis ojos y mis manos durante el resto de nuestras vidas. Aquella noche supe que yo también tenía cuerpo y aprendí que lo más doloroso de la vida es vivirla con una mentira tan profunda como era la traición a mi hermano. Jamás dijimos nada, como si creyéramos que la gente que ve no quiere ver aquello que les entristece. Mi hermano vino a verme un día. Me dijo que había dejado la universidad y que se iba a Europa a hacer fortuna. Le despedí en el puerto y mientras el barco se perdía en el horizonte yo continuaba agitando un pañuelo como si fuera la bandera blanca de una guerra que jamás habría querido.

Pero ayer regresó mi hermano de Europa y me dijo que lo hacía para quedarse. Me contó que la fortuna que había ido a buscar se había cruzado en su camino y que estaba construyendo una casa muy alta en la Quinta Avenida. Me dijo que le gustaría que ocupara uno de aquellos apartamentos y que me invitaba a subir por los ascensores y por las escaleras y que palpara el espacio que me había reservado. Y aquí estoy ahora, caminando por el que será mi nuevo apartamento sin mis amigas barandillas y con extraños pasillos que cimbrean bajo mis pies.
Es evidente que mi hermano sabe lo de su novia y yo. Y no están aquí otros ojos para salvarme de la pena que merecen los traidores, aunque sea por amor.
Texto: Joan Barril

8 de agosto de 2009

¿Te regalo otro libro?


Esto ha sido lo que me ha preguntado hoy un amigo tras responderle que me gustó el último libro que me regaló.

Siempre tengo libros en casa –leídos y por leer-. Inclusive un familiar me recrimina dónde voy a poner tantos libros, pues la biblioteca está al completo. Acaba cediendo, porque sabe que en algún momento acaban leídos.

El amigo que cité antes, lleva sin leer muchos años porque la lectura le resulta aburrida. No hay forma de que entienda los beneficios de la misma. Pero, aparte de ser una persona encantadora, siempre acierta con los libros que me regala. Me resultan amenos y fáciles de leer.
Todo esto comenzó un día en el que iba de regreso a casa, desde la biblioteca, cargada de libros. No hizo falta que me preguntara si me gustaba leer. A partir de ahí vienen esas envolturas de papel de regalo, y que, a través de mi tacto se que esconde algo de forma cuadrada.

Finalmente, a la pregunta añadí un no por respuesta, seguido del pretexto de tener muchos libros en casa y más por adquirir –esto último lo obvié-. Oí una carcajada al teléfono. Le conozco y sé, como en anteriores ocasiones, que cuando nos veamos la próxima vez traerá consigo un libro.